El observador

(pista 1)

Estaba tumbado en el suelo junto a un seto de arrayanes. El individuo, de edad avanzada y con las ropas algo raídas, parecía dormido o desmayado. El guarda del parque se percató de la presencia de aquel hombre yaciente, y suponiendo que se trataba de un borracho o un mendigo se dirigió hacia él con paso decidido.

—¡Levántese, queda usted detenido! —le espetó mientras le golpeaba levemente los pies con sus lustrosas botas.

El sujeto reaccionó con parsimonia, incorporándose poco a poco mientras daba la espalda al guarda. Una vez en pie dio media vuelta para encarar a aquel representante de la autoridad, que agitaba ante él una intimidante porra. Al instante, la expresión del guarda cambió de la indignación a la perplejidad en cuanto distinguió esa cinta roja en el ojal de la chaqueta del anciano. Guardó la porra nerviosamente mientras su rostro viraba al blanco y se fue alejando confundido entre disculpas y reverencias.

Aquel hombre se encogió de hombros, giró sobre sus talones y se tumbó de nuevo en el suelo junto al seto de arrayanes.


(pista 2)

Hacía ya mucho tiempo que lo que descubrió como afición, y por casualidad, lo atrapó irremediablemente durante toda su vida. Tanto tiempo desde que, con 19 años y su flamante título de maestro bajo el brazo, recibía su primer destino en una escuela rural de Carpentras.

El día de clase favorito de sus alumnos era cuando tocaba salir al campo con el instrumental para prácticas de topografía. Con ocasión de una de esas clases, mientras repartía las reglas de nivel entre los alumnos y nivelaba el primitivo teodolito, advirtió que algunos chavales estaban escondidos tras unas rocas. Molesto, abandonó el instrumental en el suelo y fue hacia ellos para administrarles un severo rapapolvo.

—Pero, ¿qué demonios hacéis aquí agazapados? ¿Os queréis librar de la práctica?

—¡No, profesor, no se enfade! Es que hemos encontrado un poco de miel y la estábamos probando. ¿Quiere un poco?

El profesor, con semblante de gran perplejidad, alargó la mano para alcanzar la pajita que uno de los niños le daba. Tras la roca, un pegote de barro con una serie de agujeros practicados por los golosos alumnos era la clave de aquel misterio. Imitando a sus pupilos, introdujo la pajita por un orificio y sorbió, saboreando un dulce y suave néctar.

—Hay abejas que hacen los panales con barro, profesor— le espetó uno de los chavales, sacándolo de un estado de revelación.

Aquel día marcó en su vida un antes y un después, un decisivo golpe de timón que protagonizó la abeja albañil.

(pista final)

Dos de las observaciones más famosas de nuestro personaje tienen como protagonista a la procesionaria del pino. En una ocasión, logró formar sobre el borde de una maceta un círculo cerrado de orugas procesionarias, de modo que no existía ninguna líder que dirigiera el movimiento de las demás. Las procesionarias estuvieron desplazándose en este bucle interminable, en el que cada una seguía ciegamente a la oruga que tenía delante, durante siete días sin interrupción, y hubieran continuado hasta morir de inanición, incapaces de salir de un perpetuo periplo que parece posible solo en las obras de Maurits Escher.

La segunda mención a la procesionaria forma parte de un pasaje de las más exquisitas obras de divulgación del mundo natural, capítulo en donde habla del escarabajo Carabus auratus:

Mientras escribo las primeras líneas de este capítulo estoy pensando en los mataderos de Chicago, horribles fábricas de carne donde se despedazan al año 1.400.000 vacas y 1.750.000 cerdos, que entran vivos en la máquina y salen por el otro lado convertidos en cajas de conservas, mantecas, salchichas y jamones; y pienso en ello, porque el Carabus nos va a mostrar, en cuanto a matanza, celeridad semejante.

En una jaula provista de cristales y muy amplia tengo 25 Carabus auratus. Ahora están inmóviles, agazapados bajo una tablita que les he dado para abrigo. La buena suerte me ofrece de pronto una procesión de la oruga del pino, que ha bajado del árbol buscando lugar favorable para enterrarse, preludio del capullo subterráneo. Excelente rebaño para el matadero de los Carabus.

Las meto en la caja y al instante se forma de nuevo la procesión. Entonces suelto a mis fieras; es decir, retiro la tablita. Los durmientes despiertan y se dan cuenta de la rica caza que desfila ante ellos. Toda la cuadrilla de degolladores se precipita sobre el rebaño. Mordiscos aquí y allá, las pieles hirsutas se desgarran, el contenido de entrañas verdosas se derrama. Las indemnes cavan desesperadamente para ocultarse bajo tierra. Apenas se han hundido medio cuerpo, Carabus las saca y les abre el vientre.

Si esta matanza no se ejecutase entre gente muda, tendríamos aquí los espantosos mugidos de las degollaciones de Chicago. El oído de la imaginación es el único que puede oír los aulladores lamentos de las destripadas. Ese oído lo tengo yo, y el remordimiento se apodera de mí por
haber provocado tales miserias.

En pocos minutos la procesión ha quedado convertida en salchichería de jirones palpitantes. Las orugas eran 150; los matadores son 25. Si el insecto no tuviera más quehaceres que matar indefinidamente, como los obreros de las fábricas de carne, y la cuadrilla fuese de 100 destripadores, número muy modesto con relación al de los manipuladores de jamones enrollados, el total de víctimas en una jornada de diez horas sería de 36.000. Ningún taller de Chicago ha obtenido jamás semejante rendimiento.

En sus Souvenirs Entomologiques, nos acercó de modo fascinante el mundo de los insectos. A pesar de no mostrarse favorable a la teoría de la evolución, Charles Darwin lo apodó «El observador incomparable».


Tras la pista final, @CristinaSopena1 y @hiperionida han dado con el personaje de #Adivinencia2, el entomólogo y divulgador francés Jean Henri Fabre (1823 – 1915).

 

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